jueves, 20 de noviembre de 2014

Ejercicio: My Curse



Camina despacio y con la mano derecha apretando el pomo de su espada corta que cuelga de la cintura. Sus pasos no son torpes sino muy decididos y firmes. El brazo izquierdo lo utiliza para balancearse en el empinado camino hacia la torre de sangre. Camina entre las docenas y docenas de casas que rodean la alta edificación, cada una más lúgubre y abandonada que la anterior. Han pasado muchísimos años desde que un alma se atrevió a morar en estas residencias. 

La distante atalaya se alza imponente y majestuosa, haciendo creer a nuestro cazador que él es más pequeño de lo que  es en realidad. Posee salientes y extensiones a modo de cuernos, luciéndose a sí misma como una construcción hecha de pesadillas. Y por estos cuernos se derrama un líquido de color escarlata que rodea el perímetro de la torre y cae por la vereda. El caminante salpica su calzado con dicho líquido por su misión. Se le encomendó que hiciese frente a la maldición y a los monstruos que ahora habitan la torre. Son una molestia, una plaga a las apacibles vidas que tenían antes de que el cielo se enfureciera y los condenara a todos. Nadie, ni siquiera los sabios, se explican cómo llegó a suceder semejante hecho contra toda lógica y fe. 

Esta maldición la conoce de primera mano. 

El cielo se está oscureciendo poquito a poquito. El viaje fue largo y arduo detrás de las montañas. Ni estas barreras naturales les han protegido del todo contra las terribles amenazas del cielo que los condenó. Los engendros atraviesan el terreno como ángeles que arrasan todo a su paso: fantasmas, vampiros, quimeras, abominaciones de otros planos. Es toda una conglomeración de deformidades prodigiosas que cumplen con su trabajo: castigar los pecados.

Después de un largo rato de contemplar el arco sin puerta que lo invita a pasar, el cazador se anima a refugiarse dentro de la torre.  El aire es pesado y la torre, antiguo hogar de nobles y reyes, está destrozada por dentro. Los tapices desgarrados, cuadros volteados, olores nauseabundos, muebles partidos por la mitad y varios cadáveres esparcidos adoran el lugar. 

Es un sitio vil. 

Está armado sólo con sus habilidades, su coraje y su espada corta. Proviene de una larga tradición de espadachines que luchan como tronos escarlatas. A menudo improvisa en sus combates y le va bien. Es como si tuviera buena suerte.

Un eco interrumpe sus apreciaciones a las artes y llama su atención. Es un eco que proviene de los niveles superiores. Sabiendo que tarde o temprano deberá enfrentarse a los horrores que le están dando la bienvenida, logra superar su timidez y se dirige a una escalera de caracol que se encuentra en el corazón de la edificación. 

Pasan minutos de calma que no rompen su concentración y sólo afinan sus sentidos. Escucha perfectamente su propio corazón y su tacto le da para palpar la alfombra sucia del piso, las ventanas rotas y las puertas cerradas. Y la calma se interrumpe con una horripilante visión: un cuerpo mutilado y cosido a la vez. Rostro sin vida, músculos visibles y cientos de hilos de costura que sostienen al cuerpo para que no se abra por la mitad. Reconoce la nariz de su hermano menor ahí incrustada en la cara muerta. Sólo lo cubre un taparrabos, posiblemente más por morbo y costumbre que respeto. Huesos salidos y miembros desproporcionados son los toques finales de esta abominación. 

-¿Leonardo?

Se atreve a musitar el espadachín mientras desenfunda con rapidez su hoja. Pero la única respuesta es un gemido doloroso, suplicando ser eliminado para dejar de sufrir. El gemido se reproduce tres veces antes de convertirse en un chillido de odio hacia el único ser vivo a kilómetros de radio. Y al final el chillido termina convirtiéndose en un silbido de cómo el acero rasga el aire en dos: el rostro sufre el mismo destino. El último sonido por un minuto y medio es el choque del pesado cuerpo que se desploma en el tapete arrugado.El hermano mayor se niega a llorar, aprieta sus dientes y comprende la magnitud de la maldición. Ahora entiende más que nunca porque él es el indicado para resolver este problema tan particular. Aún sin derramar sus sentimientos acelera el paso y se libera de varias amenazas más: una piel humana desocupada que se agita como serpiente, su hermana menor; una figura humanoide embalsamada por medio del antiguo arte nigromántico, su padre; una persona alta, demacrada y negra como el carbón que parpadea en una llama azulada, su hermana mayor; un cadáver helado tan frío que el hielo se escarcha, que arrastra sus pies hacia el calor de la vida, su madre.

Todos y cada uno de ellos caen por la destreza e inteligencia del espadachín que sigue sin liberar sus pesares; los tiene muy bien sujetos por el cuello y arrugar el rostro le ayuda muchísimo. Se llena de tanta ira que incluso uno podría pensar que en realidad él es la fuente de la maldición. Cada uno de sus familiares fue destajado con menos gracia y respeto que el anterior. Trató de razonar con ellos y sólo sufrió mordidas, embestidas y manotazos. 

Está herido.

Su respiración se acelera y sus heridas palpitan. No fueron luchas sencillas, sobre todo cuando el inconsciente te impide lastimar a quienes tanto has amado por muchísimos años. Por mucho temple y costumbre que tiene al combate le costó mucho no limitar sus estocadas y tajos. Cada vez que partía a uno de ellos por la mitad se desgarraba el alma a sí mismo. Sólo le queda un hilito de espíritu que se sujeta firmemente de la hoja sin funda. 

Camina despacio y con la mano derecha apretando el pomo de su espada ansiosa que se levanta por encima de su cintura. De alguna forma sabe que este castigo se lo tenían merecidos todos y cada uno de ellos. Pecaron de una forma u otra y fueron elegidos para mandar un mensaje de arrepentimiento al resto de la humanidad. El problema es que el ser humano es débil: todo el poblado prefirió huir que corregir sus métodos y procesos de vida. Empezando por él, quien fue el primero en abandonar su morada y que hoy mismo vuelve para enmendar su error. 

Es su familia.

Muy tarde para salvarlos a ellos pero aún está a tiempo de evitar que la condena siga propagándose como una peste mortal. 

-¿Por qué no te nos unes?

La voz quebrada y vacía de su esposa le reprimenda por rebelarse bajo el negro firmamento. Ni una estrella se atreve a brillar. Los dos están en la azotea de la enorme espiral de sangre que se eleva por encima del suelo. Ha sido un viaje más corto después de que decidió no razonar con los tíos, primos y abuelo; les atacó por la espalda para asegurar una pelea corta ya que eran vampiros, criaturas mutadas de lobo y más muertos vivientes. El gorgoteo de la sangre maldita que se deja llevar por la gravedad le invade todos sus sentidos, incluso el gusto: el aire sabe a hierro.

Ella, la mujer con la que pretendía compartir el resto de sus días, yace deformemente de pie. Clavos le atraviesan los ojos y en lugar de lágrimas hiel negra se derrama por todo su cuerpo. Está envuelta en sábanas ensangrentadas y sucias de mugre, de ácido. Parece una muñeca de trapo muy maltratada. ¿Dónde quedó el ángel que todos los días le despertaba con un beso? ¿Dónde quedó el amor de su vida que le inspiró a ser mejor persona día a día? Ella es la mujer por la que sonó la campana infinidad de días. Es ella la mujer por la que abrió su corazón. Lo dijo muchísimas veces con orgullo y se lo dice una vez más:

-Te amo.

El lloriqueo dulce y amargo de su mujer es lo que se escucha ahora como respuesta. No chillidos, no amenazas del inframundo ni feroces mordidas. Con mucho dolor el espadachín levanta su mano y con muchísimo pesar más logra separarle la cabeza del cuerpo. El último aliento de su abominable esposa le indica que mientras la sangre de ellos siga con vida, la maldición no se detendrá. Y el esposo, horrorizado y sorprendido, comprende nuevamente la magnitud de su condena.

Su linaje completo está endemoniado. Maldice de vuelta al cielo y arroja su espada al piso. Ésta no se inmuta y no sufre daño alguno. Él, en cambio, está destrozado y por fin deja escapar sus lágrimas y berridos. Parece un infante perdido. Se desgarra la garganta con alaridos y gritos incontenibles que de nada le ayudarán a resolver la situación. Se retuerce de dolor, de coraje y de impotencia. 

Pasan varios minutos para que dé con la solución a toda esta blasfemia. Traga saliva, mira a su amada por última vez y entonces contempla la enormidad del horizonte. Cobarde como sólo él puede ser, se aproxima a la orilla de la azotea y mira hacia abajo. Es más sencillo dar un paso en falso que mutilarse a uno mismo con su bendita hoja. La caída va a ser muy larga. 

Tomar el coraje necesario le toma una hora. Salta sin mucha ceremonia y cierra los ojos para no anticipar su final. 

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Ejercicio de Strange and bizarre weird prompts. No hay mucho que decir más que el óxido es malo. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Ejercicio: Invisible



La encuentra en su bañera, enterrada bajo veintisiete pizzas congeladas.

Él parpadea una y luego dos veces. Ella no responde más que con una sonrisita tímida y entonces él se lleva las manos a la cabeza y se peina hacia atrás, después se reacomoda los pantalones y se sienta sobre la tapa del inodoro. Se apoya en sus muslos y mira hacia la nada, incapaz de comprender del todo. Supo que algo andaba mal cuando treinta de sus pizzas congeladas desaparecieron del refrigerador después de un agotador día como esclavo del sistema. Seguro se las había llevado un ladrón de pizzas congeladas, ¿no? Nunca pensó que su mejor amiga tendría alguna especie de fetiche raro porque incluso la idea de un hada de las pizzas suena razonable. 

¿O en realidad es alguna especie de ritual contra lo desconocido? Es posible que sea una respuesta al pánico, como la risa a las cosquillas. 

Aprieta los labios y no se atreve a formular cosa alguna. Parpadea cinco veces más y gira su rostro hacia ella, quien le responde desviando la mirada. Desnuda bajo veintisiete pizzas congeladas. En más de alguna ocasión pensó que por azares del destino la encontraría pintándose las uñas, en el baño con la puerta abierta, incluso masturbándose o con algún sujeto (o sujeta) en pleno acto sexual. ¿Pero debajo de comida congelada? 

El cuarto de baño es pequeño. Dos metros de ancho por cuatro de largo. O se siente más pequeño de lo que es porque la tina ocupa un metro por dos. A eso le agregamos todos los utensilios estúpidos como toallas, botellas de champú y enjuague, diversos cepillos, estropajos y demás cosas que sólo Dios sabe cuánto tiempo llevan ahí. Oh, y las veintisiete pizzas congeladas. 

Lo que quizá le duela más en realidad es el no poder comérselas. Sería raro, muy raro, devolverlas a la caja y fingir que nada pasó. Aún quedan tres, ¿no? Pensando en eso: se levanta y deja la puerta abierta para asomarse en el refrigerador. Y un alarido de dolor hace que la chica, a quien comenzaban a vérsele los pequeños pechos, se meta de nuevo al mar de masa preparada. El muchacho regresa dando fuertes pisadas y se vuelve a instalar encima del retrete. Entrecruza sus dedos y la mira muy, muy fijamente; sus ojos cortan el aire como navaja y su mueca de disgusto es bastante clara. ¡Ella se ha comido tres pizzas! Su rostro se torna agrioso, feo. 

Son compañeros de cuarto desde hace unos dos años y comparten un par de aficiones pero no mucho. A menudo platican pero suele ser una relación social sana más que nada, cada quién paga lo suyo y de vez en cuando se prestan dinero el uno al otro. A menudo uno trae alguna conquista y el otro se esfuma: es una de las reglas que ellos dos se impusieron sin decir cosa alguna. Y contrario a la opinión popular de que van a terminar enamorándose el uno del otro por vivir juntos, el destino nunca los va a unir; ni hoy ni en otras líneas de tiempo. Simplemente no están hechos el uno para el otro.

El chico estalla: 

-Tenía treinta cajas. Ya sabes, estaban en oferta y como son alimentos congelados y procesados pensé que podrían durar más. ¡Sorpresa la mía cuando en una sola tarde se han desaparecido todas! ¡Todas!
Ella va a responder algo pero él levanta la mano y la interrumpe.

-No me molesta que te eches encima de ellas. Me molesta el hecho de que no me dejes NI UNA para cenar. ¿Sabes el pesadísimo día de trabajo que tuve? Lo único que me puede contentar es una pizza recién salida del horno. ¡Pero no es posible! ¿Y por qué será?

La carota de disgusto y de asesino en serie no se le borra al chico. Ella nunca lo había visto así, tan feroz y tan molesto. Le ha jugado bromas pesadas pero al final del día todo volvía a la normalidad, como una serie de televisión de poco impacto histórico. Pero no es culpa suya, tendrá que decirle la verdad:

-Tengo calentura. No hay agua. 

La cara del chico se torna rojo, rojísima, más que la salsa a medio descongelar. ¿Por qué no preguntó antes?

-¿Ya tomaste algo? ¿Cuándo se fue el agua? ¿Lo reportaste? ¿Te dieron tiempo estimado de reparación? ¿Desde qué hora andas así? ¿No te ha subido? ¿Cuántos grados marca el termómetro?

Le suelta todas las preguntas en un solo respiro.

-Sí, gracias.

Le responde solamente. 

La incomodidad es palpable. Es de esos momentos en los que uno se encuentra feliz haciendo cualquier tontería y algún familiar estúpido viene a interrumpirte sin motivo alguno y el humor cambia de forma instantánea. ¿Por qué tienen que hacer semejante estupidez? Bueno, así se siente.
Tan absorto se encuentra en su vergüenza que no se ha puesto a pensar si ella se encuentra cómoda enterrada bajo veintisiete pizzas congeladas. 

-Bueno, iré por hielos y algo de cenar. ¿Te parece?

Ella asiente despacito. Y después le pregunta:

-¿Qué vas a traer?

-Pizza. 

Y ella se echa a reír. 

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Hago trampa. Es un ejercicio que hice hace tiempo que nunca me gustó del todo pero es bonito porque rompe la rutina de fantasía y ciencia ficción.