lunes, 13 de octubre de 2014

Ejercicio: No sugar in my coffee



Camina entre las olas de personas que van de este a oeste, de oeste a este, de norte a sur y de sur a norte. El techo es altísimo y con frecuencia pasa algún ser alado por encima suyo en busca de algún tendedor en particular. Cada puesto es único: armas alquímicas, armaduras mágicas, telas maravillosas, alimentos fantásticos, objetos explosivos y un sinfín de joyas y piedras preciosas, todas más relucientes que la anterior. 

Luces eternas cuelgan del techo.

Cada adoquín, cada ladrillo fue puesto con suma cautela. Mantienen un patrón muy sencillo y agradable a la vez: le da un toque de calidez que no se logra en cualquier mercado de las ciudades grandes. Arcos y estrellas se dibujan con las inclinaciones de las baldosas. A menudo los ladrillos desaparecen para dar paso a ventanales y vitrales muy llamativos, a ductos de ventilación y a la entrada y salida del bazar. Sucede que el mercado este fue construido como un túnel bajo tierra porque no había espacio en la superficie; la solución a la que llegaron los ingenieros y arquitectos fue a cavar y desparramar la inversión de sus patrones por debajo del nivel del mar. De esta forma la temperatura siempre es agradable (y naturalmente cada vitral tiene una fuente de luz detrás suyo para resaltar todos los colores y materiales). 

Una infinidad de rostros aparecen y desaparecen, sabiendo que alguna vez soñará con ellos porque los sueños nunca inventan caras, sólo las recuerdan. Las luces juegan contra sus ojos, pómulos, frentes y narices. Parecen una obra de teatro de una realidad alterna que nunca le interesará visitar. Cuando alguien pasa con la intención de empujarle se quita medio segundo antes de que hagan contacto sus cuerpos, ella está muy consciente de sus alrededores. Ahora mismo está tratando de discernir y clasificar todos los olores que le marean los sentidos. Ponerse a preguntar dónde se vende lo que busca será inútil porque los mercaderes son unos bocones aprovechados que te pueden seducir con precios.  Y no es que le falte dinero, sino que tiene debilidad por las ofertas y las gangas, también posee un punto enclenque por pelearse con los comerciantes a base de comparaciones de precio y calidad. Es casi un pasatiempo.

Han pasado varios minutos y ya siente el mareo de tanto separar aromas: comida étnica, bebidas de sabor coco, jengibre, detalles que retrotraen al pasado, a su infancia; picantes, dulces, ácido y dulce a la vez, agrio. Sales ahumadas, edulcorantes naturales, todo tipo de tés, semillas tradicionales, vapores y flores por doquier. Pero ni un rastro de su adorado café. Y es que el café sin azúcar la hace sentir mala, la hace sentir ruda. Por motivos desconocidos le hace sentir más poderosa que exterminar batallones completos por su cuenta; además de que le ayuda a levantarse todos los días después de arduas noches de trabajo de mercenaria. En ocasiones los encargos están distanciados solamente por una hora. Hay noches en las que no duerme. Y todo es para ayudar a su mejor amiga a seguir jalando hacia adelante el éxito de la campaña de mercenarios del guante rojo. 

A los tres minutos, cerca del vómito, un aroma destroza a todos los demás: café. Muchos aficionados lo comparan con el vino porque permite un viaje a todos los sentidos. 

Rápidamente comienza a avanzar y sus cabellos de color fuego se ondean con cada paso, al igual que sus curvas, prendas y las diversas armas que le cuelgan. Llega en dos minutos a su destino tras olfatear y perder la fragancia dos veces. 

Haberse educado entre orcos le proporcionó muchísimas ventajas: un orgullo nato, como si fuese una criatura de dos sangres. Aunque en realidad es humana pura su educación y su familia le hicieron sentir como una de ellos. Eso sin mencionar las tradiciones y culturas de una de las razas más viejas de todo Eberron. Además claro del desarrollo de un sentido de olfato muy fino, la disciplina superior y la visión nocturna que sus compañeros elfos envidian. Pero al final, siendo francos, no es más que una guerrera sensual y poderosa que conseguirá un esposo alfeñique y granjero. Un día terminará hartándose de todo.

Cuando llega al puesto lo primero que la llama la atención es el chal rojo con verde y patrones de cuadro y cruces que lleva puesto la vendedora. El propio es de color verde con negro y es mucho menos llamativo. Se muerde el labio inferior apenada, envidiosa. Y la anciana que cuida el tendedero y su futuro se da cuenta y se echa a reír. Entonces comienzan las negociaciones y las ofertas: intercambio, precio justo, trueque, compra de café al por mayor, exclusividad, futuros descuentos por ambas partes. Se hacen promesas que van a cumplir sin pena alguna. El problema es que la abuela tiene muchísimos más años en este tipo de actividad y la pobre dama no pasa de las cuatro décadas. Y la sensual se termina rindiendo y paga un par de monedas más por los objetos de su amor platónico: dos kilos de café y el precioso chal. 

Minutos después abandona todos los aromas, las baldosas y las anónimas caras que la miran como la extranjera que es. Claro que con una ancha sonrisa por su nuevo chal y el orgullo que tiene de ser humana entre orcos. 

Y más minutos después se encuentra dentro de la habitación rentada y está en medio de ésta. Tiene piedras y un desnivel para permitir cocinar ahí dentro: las llamas arden ferozmente y luchan contra el recipiente sellado de metal que en su interior protege el café molido y el agua. Pasa el tiempo y el punto de ebullición logra su magia, y el truco siguiente es dejar reposar. Eso hace la muchacha y después de un rato se sirve en una taza. 

Toma varios tragos con sumo cuidado después de haber olfateado y degusta el sabor tal cual vino: cuerpo, sabor, aroma, temperatura. 

La cara de torpe hipnotizada sólo será comparable cuando conozca a su futuro esposo. Ella es una oda al café. 

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Mezcla de este con este.

Sigue siendo fantasía pero con una situación más cotidiana y simple. Después vuelvo a las aventuras.