domingo, 20 de julio de 2014

Ejercicio: Deep Café




Mientras tanto, música mala de los 80s se escucha en el fondo. La máquina reproductora está en sus últimas. 

No es que le guste ni le desagrade pero tiene la curiosa habilidad de mantenerla concentrada. Le permite que sus gruesos dedos aprieten con fuerza la llave de boca fija y obliga al tornillo a dar vueltas. Sentada con su bonito trasero encima de sus talones y haciendo fuerza en las piernas. Empapada de fuego y aceite por todo el cuerpo con una blusa de tirantes como las que suele usar en el trabajo. Pantalones cortos y descalza. Encorvada ligeramente hacia adelante y con todos sus sentidos concentrados en su tarea. 

El taller improvisado se levanta por encima del pasto sintético y lejos de la entrada de su casa. El terreno fue heredado hace mucho tiempo y no se encuentra muy bien trabajado. Vive con más inquilinos en el departamento y a ellos no les interesa su taller cubierto con láminas y tuberías. Es muy carente de estética y profesionalismo. Y así lo deja para que nadie se interese en ello. 

La pobre motocicleta está triste, muy triste: está hecha pedazos. Se mantiene en pie por la rueda delantera con su freno de disco y llanta. El amortiguador y el guardabarros están intactos. De resto son sólo perfiles tubulares sin estética y sin color definido. Carece de asiento y de amor. La rueda trasera también ha sido arrancada por la mano de Dios y le faltan piezas claves como el muelle de suspensión y el tubo de escape. La consiguió como un pedazo de chatarra en un basurero municipal. 

La idea original era fabricar una desde cero pero con la tecnología disponible es imposible. No porque esté atrasada  ni mucho menos, sino porque es demasiado avanzada y las piezas que necesitan han salido del mercado hace ya más de cien años. Su idea ingenua la sacó de una revista impresa de antigüedades. Se mostraba en todo su esplendor un ciclomotor. Un aparato grueso de color rojo intenso con todas las tuberías de color negro. Asiento también oscuro y tornillos dorados. La rueda trasera más ancha que la delantera y manubrios largos. La sola descripción del objeto de su adoración no basta. Tendrías que tener el amor que ella posee por la mecánica y la ingeniería de antes. El cómo se la jugaban con combustible inestable y el cómo resolvieron todo con elementos tan burdos y simples. Era mucho trabajo de diseño y de matemáticas para llegar a donde llegaron. Hoy en día ya es solamente pedirle a la computadora que haga algo y lo hace. Las fórmulas, creatividad y tendencias las arroja la nueva caja parlante. 

Por un momento se imagina encima de la motocicleta restaurada e igual a la de la fotografía. Ella radiante y guapísima con el atractivo que se merece (no es que le haga falta, sin embargo). Con el sonoro motor exigiendo más y más combustible para seguir adelante y cada vez más veloz. El viento en su rostro y sin esos chalecos que sustituyeron las bolsas de aire y los cinturones de seguridad. Sin casco, con la brisa besándole los suculentos labios.

Y todo se viene abajo cuando por estar distraída da una vuelta de más en su llave y el tornillo, como ya llegó a su límite, reparte el resto de la fuerza aplicada a todo el cuerpo entero. Y la motocicleta al no tener un soporte fijo se viene también abajo y cae hacia atrás. Se levanta una capa de polvo y salpica aceite por varios sitios.

El sonoro estruendo la regresa a la realidad. 

Primero lo niega, incapaz de digerir su error. Se inclina y con muchísimo esfuerzo logra jalar la máquina de vuelta a su posición perpendicular al suelo. Y nuevamente se le escapa de las manos para besar el suelo. Y una vez más. El daño es tal que la motocicleta ya no tiene su peso bien distribuido. 

Maldice a los cuatro vientos y arroja la llave al suelo, presa de la ira y el enojo. Perdida en rabia inútil. Entonces libera palabrotas que se censuran de forma automática en los implantes de la gente y los programas de video. ¿Cómo se atreve el destino a hacerle esto? (Y eso que ella no cree en semejante tontería)

Suelta un suspiro y comienza a negociar con el cadáver de la máquina: busca piezas que pueda rescatar y las que pueda reparar. Arranca con las manos desnudas (y llenas de grasa y aceite) lo que no le sirve y lo arroja por encima de sus hombros. Desmenuza la mitad del vehículo y le dedica una larga, larga mirada. 

Cruza sus brazos y se sienta con las piernas también cruzadas. Esa posición sólo la adopta cuando se siente desolada y sin esperanza; cosa que rarísima vez pasa. Nunca importa que tan feo le escupa el sol, sabe que tarde o temprano llegará una nube a taparle y mejorarle el día aunque sea por seis segundos. No es que se sienta deprimida pero sí se desanima de una forma notoria. Sabe que todo mejora con el tiempo, de una forma u otra.

Ya al final asume que la pérdida es aceptable más no agradable. Ya supone un cambio de visión a su futuro y a su tarea que comenzará de nuevo. Se levanta mientras cruza sus piernas en el camino al cielo y busca la llave que rebotó por medio taller. Estira su brazo derecho hacia abajo y levanta la pierna izquierda, balanceándose (hace semejante pirueta para no doblarse). Toma la herramienta y resume a su posición original. Un segundo suspiro escapa de sus labios y comienza a reorganizar todos los utensilios y botellas de químicos diversos. Junta las herramientas en sus cajas correspondientes y almacena los botes donde deben de ir. 

El taller es cálido. Es una estructura sencilla de perfiles tubulares con láminas montadas y amarradas que hacen de paredes y techo. Lo único reluciente y moderno es un pequeño refrigerador que se esconde a plena vista en una esquina. Se aproxima a este aparto y con una señal de la mano le pide que le lance una lata de cerveza: y eso pasa, la máquina refrigeradora le escupe una lata por medio de un tubo de escape retráctil. 

Atrapan a la lata y la abren sin más, permitiendo que la espuma se enloquezca y reciba un largo trago (beso).
 
Cuando la mecánica fallida se ha tomado la mitad de la lata de dos sorbos retira de sus labios el plástico sintético. De seguro en aluminio sabían mejor los líquidos. Sólo deja escapar el aire de lo delicioso que está el contenido y contempla la enormidad de su estupidez en el cadáver de la motocicleta. 

Sólo un tropiezo. Dentro de dos semanas o tres lo intentará de nuevo con una mente más clara. 

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Ejercicio de Write World. Es la chica del futuro pasado de mi historia de automatas. 

miércoles, 16 de julio de 2014

Azar: Winter Fog



Necesitamos evacuar.

Estas fueron mis últimas palabras en voz alta. Junté a todos los sobrevivientes y nos dimos cuenta que éramos pocos. Sólo quedamos yo, cuatro familias y media, tres viudos y dos viudas. El problema de los hombres bestia se complicó demasiado. Nosotros orcos pacíficos no pudimos hacer mucho para contenerlo. Entraban a altas horas de la noche y sólo podíamos intentar defendernos. Con picos y palas no logramos mucho. A veces entraban sólo a destajar a uno por la mitad y huían en ese mismo minuto. En más de una ocasión tomé de las manos a las víctimas mientras sus órganos y sangre se derramaban por el suelo. ¿De qué me sirve el poder político sobre mi gente si no los puedo salvar?

Mandé mensajeros a diferentes ciudades en petición de auxilio y ninguno ha vuelto. Presumo sencillamente que no lograron llegar a su destino. Maldigo a todos los dioses por esta condena tan ridícula. Sería mejor eliminarnos a todos sin sufrimiento y ya. No tiene gracia ni hay sentido en que suframos la pérdida de seres queridos día a día, semana a semana y que después cuando por fin me armo de valor para abandonar la tierra de mis antepasados, nos acechan a muchas millas de distancia. Lo siento en los huesos. Sus aullidos y chillidos nos hela la sangre a pesar de la enorme distancia. Es una pésima broma del destino. Una broma mortal. 

La capa de nieve es lisa y perfecta. 

Los árboles contrastan muy bien con la blancura del horizonte. La dura y oscura corteza se levanta por encima del suelo y se eleva hacia el cielo, hacia donde no podemos escapar. Las ramas están muy arriba y no nos servirán de refugio: nos es imposible trepar. Es muy triste la disparidad de la situación: nos encontramos en un campo de paz huyendo por nuestras vidas. Aquí la tranquilidad es inquietante. Puedo escuchar mi propio corazón. Desde que nos fuimos no he hecho más que gruñir. Incluso olvidé el sonido de mi voz. Sólo monto largas guardias en la noche y despierto al siguiente vigía con suaves empujones. Me han ofrecido que duerma toda la sombra pero me niego. Por mi culpa hemos perdido ya una novena parte de nuestro poblado. Aunque todos me perdonen con palabras dulces sé muy bien que soy el responsable por ser tan débil. Si tan solo… Bueno, de nada sirve eso. Debo concentrarme en los que me rodean ahora.

El piso es blanco, la distancia gris y el cielo negro. Me he acostumbrado un tanto a la luz nocturna más allá de mi longitud usual. Seguramente en algún momento tuve antepasados elfos. Ellos no miran en la oscuridad absoluta pero se pueden guiar muy bien bajo las estrellas. 

Suspiro y miro mis manos callosas. Cicatrices, ampollas y marcas de accidentes. Piel áspera y perteneciente a horas gastadas en carpintería y agricultura. Es complicado trabajar ahora. Y es que el trabajo fue una bendición. Me enseñó valores, principios y me ocupaba en el día. Al final llegar con mi esposa e hijos fue el mejor pago que alguna vez recibí. Y a ellos fueron los primeros que perdí en los ataques. Como nuestro hogar estaba en el centro del poblado, asumo que los hombres bestia llegaron sólo a destruir lo que se veía importante. Y me dejaron vivo.  Destrozaron todo lo importante en mi vida y me dejaron solo.

Ni las barricadas improvisadas ni los mercenarios contratados hicieron diferencia. Una a una de nuestras ideas fue destruida. Jugueteaban con nosotros. Aún juguetean. Nos torturan y humillan. Somos unos insectos a merced de un infante chiflado y maleducado. La vida no es justa.
Suspiro y cierro mis ojos dos segundos. Lo suficiente para que un aullido me sobresalte y me acelere los sentidos. De inmediato me levanto a tropezones de mi sitio y comienzo a gruñir para despertar a mi gente. Cuando los alcanzo los aullidos se escuchan más fuertes y cercanos. Comienzo a sudar en este helado invierno. Desesperado los jaloneo y empujo sin mucho efecto. Están exhaustos de viajar más de ocho días seguidos. Han dejado a los más pequeños y viejos a la vez. Ninguno de ellos está en su juventud.
Creo que este ya es el final.
Trago saliva y los junto enfrente de mí. Rodeo con mis brazos a los que puedo y ellos responden. Los quince estamos unidos en un último abrazo final. Los espantosos chillidos se hacen cada vez más sonoros y nuestros músculos se tensan. Ni un solo océano nos podrá salvar. Fue agradable soñar con la esperanza de que podríamos escapar yendo hacia el sur, hacia la civilización. Mi gente sabía muy bien que no íbamos a lograrlo pero aun así me siguieron. 

Entonces me sale una voz ronca que comienza a canturrear canciones de cuna. Mi cuerpo actúa por su cuenta y sigue entonando contra mi sanidad mental. Son coplas de cuna que mi madre alguna vez me cantó. Son las coplas que  vocalicé a mis hijos infinidad de veces. Y así con el arrullo de mi voz todos comienzan aflojar sus emociones. Ya hemos aceptado el final como parte de este día. Ya no nos queda más que esperar. Las pisadas que se vienen escuchando desde lejos por fin cesan. Cuando me digno a mirar a mí alrededor hay docenas de hombres bestias rodeándonos. Ahí, bajo el bosque, nos encontramos con la conclusión de nuestras vidas. 

La nieve se pintará de carmesí.

Caemos uno a uno y me dejan para el gran final. Una masa negra de hombres bestias se han encargado de todos nosotros y me dejan en el centro, como adorno, con medio estómago abierto. Ninguno de nosotros hizo un quejido, ni chilló ni lloró. Apilados como una fosa comunal nos dejan a merced del frío: se aburrieron de nosotros. Como abrimos nuestros brazos al destino ya no les pareció gracioso desmembrarnos y destrozarnos por la mitad. Simplemente nos dejaron para morir. 

Y con mi último suspiro la nieve se pinta de más carmesí. 


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Un escrito azaroso. Quería un final feliz pero no me dejé.